EL BUZÓN (2008)
"Recostado en la cama del cuarto que
alquilaba en una pensión, pensaba en la vida monótona que llevaba. Vivía atado
a la rutina desde hacía diez años. En la pensión el único privilegio que tenía
era el tener una puerta que daba al baño, que usaba en forma exclusiva de ocho
de la noche a seis de la mañana cuando se iba a trabajar.
A esa hora abría la puerta que daba al
pasillo y cerraba con llave la que daba a su cuarto. Por eso se bañaba y
afeitaba a la noche, cuando llegaba y luego iba a cenar a una fonda a dos
cuadras; allí comía solo, casi siempre lo mismo. Las restantes mesas estaban
llenas de “solos”, que no se hablaban. Salvo alguno que leía, todos comían
rápido y se iban.
Al trabajo entraba a las seis de la mañana
y salvo media hora que paraba para comer la vianda que se llevaba, trabajaba
hasta las siete de la tarde, cuando salía para volver a la pensión. Como ven la
rutina era irreversible, porque a los cuarenta años no se animaba a dejar ese
trabajo, que si bien era algo especializado, (costurero de prendas de cuero) no
había tanta demanda.
Los sábados por la noche luego de cenar,
salía a buscar compañía alquilada, que calmaba sus deseos, pero lo dejaba vacío
de afectos, volviendo a la pensión a entregarse a la soledad más absoluta.
Los domingos, si no llovía, se iba a una
plaza cercana a sentarse en un banco, que casi siempre compartía con ancianos o
madres con niños. A la hora de los partidos volvía a la pensión, donde pedía
que le llenaran el termo con agua caliente. Se preparaba el mate, que tomaba
comiendo unos bizcochitos de grasa, mientras escuchaba el clásico del domingo,
sin importarle quién lo jugaba ni quién lo ganaba. Cuando terminaba, limpiaba
todo y lo guardaba.
Una mañana a las seis menos cuarto, cuando
salía para tomar el colectivo que lo llevaba al trabajo, encontró la esquina
donde lo tomaba llena de maquinarias para asfaltar la calle, debiendo hacer
otro camino que el habitual para tomarlo. Recién cuando volvía del trabajo, por
el nuevo camino en busca del colectivo, lo vio a la vuelta, casi a las ocho de
la noche, en una esquina: ¡un buzón!
Se quedó mirándolo. Se acerco a él
pensando la cantidad de cartas que entrarían a él y saldrían para muchos lados.
Cartas de amor, de negocios, de buenas o de malas noticias, toda salían pero
ninguna de allí volvía. ¡Qué bueno sería mandar una carta! Pero, ¿a quién? No
tenía familia. ¡Qué importa a quién! Lo importante es escribir una carta
contando su necesidad de compañía. Le dio vueltas al asunto de escribir o no la
carta, hasta que un día, al salir del taller yendo en busca del colectivo, dio
con una librería en la que compro papel de cartas, lapicera y también averiguó
donde quedaba un correo y en que horario atendía. Al otro día se levanto más
temprano y fue a la dirección del correo que le habían dado, donde compro una
cantidad apreciable de estampillas.
A la noche, ya cenado e instalado en su
cuarto, escribió su primera carta; antes, de la guía telefónica de la pensión
seleccionó varias direcciones de barrios distintos, para poder ir escribiendo
más de una y que no se repitieran las direcciones. Al otro día era sábado y por
la noche rompió la rutina de buscar amistad y se quedó terminando la carta.
La había encabezado: “Estimada Señorita,
Ud. no me conoce y yo a Ud. tampoco y sería una casualidad que alguien la
recibiera; en este caso Ud., y la leyera. Mi necesidad de comunicarme con
alguien, que me escuchen (leerme es como escucharme), que sepa de mi vida
rutinaria, con un trabajo que se repite día a día, que no cambia nunca y no hay
sorpresa.
De mi soledad que me persigue, de mis
ansias de otro tipo de vida a la que no me atrevo, de estar acompañado, aunque
sea a través de un papel escrito. Por ello mi deseo de mandar cartas, con el
afán de estar de alguna manera con alguien, de hacer conocer mis anhelos, saber
cómo es tener una familia, esperar a alguien, ser esperado.”
Al fin escribió diez carillas, no la
firmó; sólo terminó con la palabra: “Gracias.”
En el sobre puso Señorita-Personal
subrayado y sin remitente. Al otro día domingo, por la tarde la llevo al buzón
y la echó. Se quedó esperando el camión que retiraba la bolsa con las cartas y
ponía la vacía. Tuvo una gran satisfacción al verla partir. Su primer intento
de comunicarse lo había logrado. Volvió a la pensión, se hizo unos mates, los
tomó y luego se acostó.
Por primera vez no sintió tanta soledad y
se durmió. Esa noche soñó que alguien recibía su carta y se alegraba.
Se despertó con otro ánimo; se alivió de
su rutina aunque fuera la misma, porque él ya tenía otra meta, escribir y esperar
al domingo para mandar la carta. No repetía dirección y previó el ir cambiando
los buzones. Lo único que no variaba era lo escrito en el sobre y el
encabezamiento de la carta. Se notaba que había una continuidad en su relato
como ser, “como le decía en la última” o “como Ud. ya sabe”. Así recorrió
barrios buscando distintos buzones y nuevas direcciones apartadas del centro
donde hay tantas oficinas.
En una carta luego de varios meses comenzó
a tutearla, con la excusa del tiempo que hacía que le escribía, pero si bien se
tomó esa confianza, siempre la trató con mucho respeto.
Cuando transcurrieron dos años de escribir
todas las semanas, llegó a confiarle que él tenía una rutina todos los sábados
por la noche, pero desde que le escribía a ella no la repetía, pues ella era su
confidente y la única en quien depositaba su confianza y aunque sabía que
solamente para él existía, ella recibía todas sus inquietudes y necesidades.
Que gracias a ella superó su rutina que ya no lo atormentaba y logro alejar su
soledad, “porque ocupas mi pensamiento y no dejas espacios donde se introduzca”
Esa noche llegó a su cuarto, se metió en
el baño como siempre y cuando estuvo listo, salió para la fonda; al salir, en
el suelo había una carta tirada por debajo, se la metió en el bolsillo de la
campera pensando que sería otro intento del sindicato para que colaborara con
ellos. Ya la leería.
Como todas las noches se fue a comer a la
fonda y pidió lo de siempre: mientras esperaba sacó el sobre y leyó: Señor
Personal, subrayado.
La abrió muy nervioso. La carta decía:
Querido Señor
Luego de haber recibido sin interrupción,
durante dos años y siete meses, he decidido comunicarme con vos para conocerte.
Para ello que mejor que encontrarnos, y por ello te doy la siguiente dirección,
hora y fecha……. Se levantó de la mesa y salió corriendo con la carta en la
mano, dejando la comida recién servida.
Llegó a la pensión y con urgencia hizo su
valija, en un bolsón metió sus objetos, libros y radio y se acercó a la dueña
diciéndole: -Debo viajar con urgencia y no le puedo asegurar que vuelva, Se dio
media vuelta y salió casi corriendo sin escuchar lo que la señora le
preguntaba: ¿pasó algo grave?
Al pasar un tiempo prudencial, la dueña de
la pensión llamó al trabajo y ahí también le dijeron que no se había
reintegrado. Al mes, dado que no tenía noticias y tampoco dirección de
parientes, levantó su cuarto, que por otra parte él lo pagaba mes adelantado,
limpió bien el cuarto y lo puso en alquiler.
¡Qué pena!, pensó, era un buen
pensionista, cumplidor, tranquilo y sobre todo de confianza.
¿Qué le habrá pasado?
Una tarde gris y maltrecha,
chorreando tristezas
por las paredes blancas.
Tarde de soledad y pereza,
sin ganas de amigos
ni de caminar por calles desiertas.
Tardes lánguidas,
sin mañanas
que precedieron diáfanas.
Libro en el regazo,
música y ausencia,
deseando cambiar mi imagen.
La tristeza la barre tu presencia,
al abandonar tu ausencia
abrigándome en cálido abrazo."
Tengo que contarles de un cambio, esta vez, el cuento no lo tipee yo, esta vez, fue tipeado originalmente por mi abuelo y me lo paso por email el otro día. No es loco? 85 años tiene, es un genio.
Hace mucho que no escribía, tengo que retomar este lindo habito.
Con respecto al cuento, me considero participe del mismo, así sea un 0,1%. Un día por el año 2008, no se a quien habían llevado de urgencia a la guardia del Sanatorio San José (que oh casualidad, hoy vivo a la vuelta) por ende paso mi abuelo cirujano para ver como estaba (¿mi tío?), así que tuve la suerte de verlo y charlar con él. Me contó su ultima invención, un cuento sobre un buzón...